Los hijos del algoritmo: entender a los incels en México
En las profundidades de internet hay hombres que se reúnen a compartir su frustración. No se conocen entre sí, pero los une algo más fuerte que la amistad: el resentimiento. Se llaman incels, abreviatura de “célibes involuntarios”. Y aunque al principio el término solo describía a personas solitarias que no podían encontrar pareja, hoy nombra a una de las comunidades más peligrosas que han nacido en línea.
Los incels creen que la sociedad está diseñada para rechazarlos, que las mujeres solo eligen a hombres “privilegiados” y que ellos, los “rechazados”, son víctimas de un sistema injusto. En esa lógica distorsionada, la frustración se convierte en ideología, y el deseo en odio.
En México, este discurso ya no es ajeno. Casos como el de Lex Ashton, o el ataque en el CCH muestran como jóvenes mexicanos están siendo arrastrados por el mismo algoritmo que alimenta comunidades incel en Estados Unidos y Canadá. Pero aquí, donde todavía pesan los valores familiares y la idea de comunidad, el fenómeno toma una forma particular: jóvenes que no encuentran un lugar ni en el machismo tradicional ni en una masculinidad más abierta, y que buscan refugio en la rabia colectiva de internet.
Del foro al fanatismo
El término incel nació en los noventa, acuñado por una mujer canadiense que intentaba crear un espacio de apoyo para personas solitarias. Años después, el internet lo transformó. Los foros se llenaron de hombres que compartían sus frustraciones con las relaciones y con el sexo, hasta que la conversación se volvió violenta.
Lo que empezó como un rincón de desahogo terminó siendo un ecosistema de odio. En estos espacios, los usuarios se agrupan por jerarquías físicas, los “Chads” (hombres atractivos), las “Stacys” (mujeres deseadas) y los “incels” (los marginados), y elaboran teorías conspirativas sobre cómo la sociedad estaría controlada por los primeros dos. La conclusión es simple y peligrosa: si no pueden ser deseados, harán que el deseo duela.
En varios países, esta rabia ha pasado del teclado a la violencia. En 2014, un joven de 22 años asesinó a seis personas en California en lo que él llamó “una venganza contra las mujeres”. En 2018, otro hombre arrolló con una camioneta a peatones en Toronto, dejando diez muertos. Ambos se declararon parte de la comunidad incel. Pero aunque estos casos sucedieron lejos de México, la ideología que los alimentó se propaga con la misma velocidad que un video viral. Los algoritmos no tienen fronteras.
El espejo mexicano
En México, el caso de Lex Ashton, un joven detenido por incitar a la violencia contra mujeres en foros en línea, fue una alarma que muchos prefirieron no escuchar. Más recientemente, el ataque en el CCH Naucalpan encendió una conversación urgente: ¿cómo es posible que un adolescente mexicano llegue a identificarse con un grupo que promueve el odio y la misoginia digital?
La respuesta está en la mezcla perfecta entre vulnerabilidad y abandono. Muchos de estos jóvenes se sienten solos, sin un espacio emocional donde hablar de lo que sienten, ni modelos de masculinidad que no dependan de la fuerza o el control. Internet se convierte entonces en un refugio y, a la vez, en una trampa.
Los algoritmos detectan la frustración y la alimentan. Si un joven busca videos sobre rechazo o sobre “cómo ligar”, pronto el sistema le sugiere contenido más extremo: teorías sobre cómo las mujeres manipulan, discursos de “superioridad masculina” y finalmente comunidades incel. El resentimiento se entrena.
México, sin embargo, tiene una diferencia crucial: aquí, el tejido comunitario, la familia, los amigos, las redes afectivas, todavía puede funcionar como barrera. Pero ese mismo tejido, cuando se combina con el machismo, puede también reproducir el problema. Porque si a un joven se le enseña que ser hombre significa dominar, y luego la sociedad le muestra que ese modelo ya no funciona, el resultado no siempre es reflexión: a veces es furia.
Por qué son peligrosos
Los incels no son peligrosos solo porque odian, sino porque ese odio está organizado. Tienen foros, códigos, memes e incluso un lenguaje propio. Comparten teorías sobre la “injusticia sexual” y celebran ataques violentos como “victorias” contra un sistema que sienten que los excluye.
Pero lo más alarmante no es lo que piensan, sino cómo llegan a pensar así. Un estudio reciente publicado en Deviant Behavior (2025) describe el proceso como una forma de radicalización digital gradual. Todo comienza con la búsqueda de pertenencia: un joven se siente rechazado o solo, entra a un foro para desahogarse, y ahí encuentra a otros que comparten su frustración. Lo que en un principio parece comprensión se convierte en validación del resentimiento.
Los algoritmos de las redes sociales refuerzan ese ciclo. Cada clic hacía un video o publicación sobre “rechazo femenino” o “masculinidad moderna” alimenta una cadena de recomendaciones cada vez más extremas: teorías sobre cómo las mujeres manipulan, discursos que culpan al feminismo de todos los males, y finalmente, contenido abiertamente misógino. En cuestión de semanas, el usuario ya no solo se siente incomprendido, sino convencido de que es víctima de una conspiración.
Los investigadores lo describen como una comunidad de reforzamiento emocional negativo: cada mensaje de odio encuentra eco, cada historia de frustración recibe aplauso, y cada duda se aplasta con una narrativa de “ellos contra nosotros”. En ese entorno, la violencia deja de parecer irracional y empieza a verse como una forma de justicia personal.
Su peligro está ahí: en la normalización. Muchos adolescentes llegan a esos espacios por curiosidad, buscando compañía o respuestas a su frustración, y terminan atrapados en una lógica que transforma la tristeza en ideología. Como muestra el caso del CCH, no se trata de monstruos aislados, sino de jóvenes que crecen en un entorno sin educación emocional, sin políticas públicas de salud mental y rodeados de discursos machistas que validan su enojo.
Una tarea colectiva
Frente a este panorama, México tiene una oportunidad que otros países ya perdieron: prevenir en lugar de lamentar. La educación emocional, el acompañamiento psicológico y el fortalecimiento de comunidades sanas pueden ser antídotos frente al aislamiento digital.
No se trata de censurar internet ni de criminalizar a los jóvenes que se sienten solos, sino de entender por qué buscan pertenecer a comunidades que odian. Lo contrario del odio no es el silencio, sino la escucha.
Porque los incels, al final, no nacen del deseo frustrado, sino del abandono emocional. Y mientras sigamos sin hablar de la soledad masculina, internet seguirá ofreciendo la respuesta más rápida , aunque sea la más peligrosa.