De los presuntos culpables y el castigo sin juicio: del espectáculo penal a la normalización del encierro
En 2002 y hasta el 2019, Daniel García Rodríguez y Reyes Alpízar Ortiz fueron víctimas del sistema de (in)justicia mexicana durante más de 17 años. Durante esos años, ambos estuvieron privados de su libertad bajo las figuras del arraigo y la prisión preventiva oficiosa, tras ser acusados del asesinato de María de los Ángeles Tamés, regidora panista de Atizapán de Zaragoza, Estado de México. La prisión preventiva fue automática desde luego, sin atención a la presunción de inocencia de los acusados, y durante el juicio se prolongó durante casi dos décadas. Fueron amenazados, torturados por las autoridades y obligados a firmar declaraciones incriminatorias sin contar con defensa legal adecuada. No fue sino hasta mayo del 2022 que se dictó sentencia condenatoria en su contra por el delito de homicidio.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) resolvió que el Estado mexicano había violado los derechos fundamentales de ambos acusados —e injustamente condenados—:, específicamente fue vulnerado el derecho a la libertad personal y, por supuesto, a la presunción de inocencia; pero también el derecho a ser informado sobre las razones de la detención y, durante la tortura, el derecho a ser llevado sin demora ante un juez u otro funcionario autorizado por la ley para ejercer funciones judiciales. Asimismo, la CIDH se pronunció al respecto del arraigo y la prisión preventiva oficiosa. En su fallo, ordenó derogar las disposiciones que permiten el arraigo de naturaleza preprocesal y reformar el marco jurídico de la prisión preventiva oficiosa por ser incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. El Estado mexicano no solo incumplió sus obligaciones internacionales, peor aún: legalizó el abuso al aumentar la lista de delitos que ameritan esa medida cautelar.
Lejos de reflexionar sobre la sentencia del Tribunal internacional —que vela por los derechos fundamentales en la región— para revisar el sistema penal que tenemos, sus mecanismos excesivamente punitivos, su ejercicio arbitrario, el Estado mexicano optó por ignorar la sentencia. En lugar de limitar el uso de la prisión preventiva oficiosa, amplió el catálogo de aplicación al incluir cada vez más delitos bajo esta medida excepcional convertida en regla suprema, constitucional, en nuestra Carta Magna. El mandato internacional de reformar el marco legal fue desoído; se consolidó una política de encarcelamiento automático que presume culpabilidad y castiga antes de juzgar. En México, la sospecha es suficiente para encerrar. Pero nada proviene de la nada: hay antecedentes.
La administración del expresidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) marcó un punto de inflexión en la historia reciente de México al declarar la “guerra contra las drogas” a unos días de iniciar su mandato. Calderón lanzó una estrategia militar contra el narcotráfico —no contra el crimen organizado— y la justificó como una respuesta “necesaria” para combatir la violencia y la inseguridad que, de acuerdo con su narrativa, amenazaban la estabilidad del país. Sin embargo, uno de los aspectos más polémica de su estrategia fue la forma en la que se construyó el discurso mediático y oficial, en el cual los detenidos no eran presentados como presuntos culpables, sino directamente como culpables, castigados adelantadamente y muchas veces sin juicio, sin demostrar la culpabilidad de tal forma que el principio de presunción de inocencia era violado sistemáticamente, sin dejar de lado la contribución hecha al discurso que fomentó la criminalización y la estigmatización. Así, la legitimación del uso de la fuerza no vino por pruebas: vino por espectáculo.
El discurso gubernamental de Calderón fue amplificado por los medios de comunicación que reprodujeron acríticamente las versiones oficiales. En conferencias de prensa y comunicados, las autoridades presentaban con frecuencia a personas detenidas como integrantes de organizaciones criminales, acompañados de elementos visuales, para reforzar la percepción de culpabilidad, con armas, dinero y drogas incautadas. Las imágenes, difundidas masivamente, se convertían así en pruebas irrefutables en el imaginario colectivo, incluso cuando muchas de las víctimas de los encabezados triunfales ni siquiera habían sido procesadas, juzgadas o condenadas. Los medios no solo acompañaron la narrativa oficial, sino que la coreografiaron.
La narrativa de culpabilidad automática sirvió como un recurso político clave. En primer lugar, buscaba legitimar la intervención militar, su eficacia técnica —sobre las policías—, y fortalecer la política del Ejecutivo al mostrar resultados inmediatos, para sus estadísticas, sobre todo en términos de detenciones. Cada operativo supuestamente exitoso, con decenas de presuntos criminales presentados ante las cámaras, funcionaba como una evidencia de que la estrategia presidencial estaba dando buenos resultados. En segundo lugar, desviaba la atención de los cuestionamientos hacia las violaciones de derechos humanos y la debilidad estructural del sistema de justicia mexicano, que muchas veces carecía de las herramientas para investigar y procesar adecuadamente los casos. Ahora bien, importa notar que el sistema de justicia no sólo se integra por el Poder Judicial: el Poder Ejecutivo, con las fiscalías, los ministerios públicos, las policías de investigación, etcétera, también es una parte fundamental de éste.
El enfoque oficialista tuvo consecuencias graves: miles de personas fueron detenidas sin pruebas sólidas y enfrentaron procesos irregulares, que incluyen confesiones obtenidas bajo tortura, fabricación de pruebas y procedimientos judiciales viciados. El caso paradigmático de Florence Cassez y de Israel Vallarta, exhibidos mediáticamente en el 2006 a través de un montaje televisivo, demuestra cómo la representación de la culpabilidad en medios era prioritaria sobre el respeto al debido proceso. El caso, ampliamente conocido, puso de entredicho la credibilidad del sistema judicial y dejó en claro que el objetivo de las autoridades no era necesariamente impartir justicia, sino construir y contribuir a la narrativa política que legitimaba la guerra. Sin embargo, hay otros casos también conocidos que son igualmente graves, como el del periodista Jesús Lemus Barajas, quien fue encarcelado en una prisión de alta seguridad por acusaciones de narcotráfico, ya que sus investigaciones incomodaban al gobierno de Michoacán. No fue liberado sino hasta el final del sexenio de Calderón, cuando entró al poder el expresidente Enrique Peña Nieto.
El discurso de la guerra contra las drogas de Felipe Calderón militarizó la seguridad pública y también transformó la comunicación gubernamental y mediática en un mecanismo para fabricar culpables y consolidar la percepción de una estrategia exitosa. Al ignorar el principio de presunción de inocencia, se vulneraron derechos fundamentales y se profundizaron las fallas estructurales del sistema de justicia mexicano, lo cual dejó un legado de desconfianza social y crisis humanitaria que persiste hasta hoy. El legado calderonista no quedó en el pasado. Se convirtió en norma. La actual Reforma Judicial lo demuestra.
La prisión preventiva oficiosa fue presentada como una solución para combatir la impunidad, pero terminó por normalizarla. No se castiga al culpable, sino al sospechoso. ¿En dónde queda la presunción de inocencia? En México, todos somos culpables hasta que las autoridades nos permitan —si acaso— demostrar lo contrario, mientras tanto la medida cautelar ya es en sí misma punitiva. Más allá de ser una violación sistemática a derechos fundamentales —lo cual es gravísimo en sí mismo—, la prisión preventiva oficiosa tiene consecuencias y costos directos para el Estado, pues al saturar el sistema penal con personas sin condena, se debilita su capacidad real de investigar y juzgar. De acuerdo con datos del INEGI, en 2023, el 37.2 % de las personas privadas de la libertad no tenían sentencia, y de tal grupo, el 44.4 % estaba en prisión preventiva oficiosa. No es una cifra menor; es una cifra alarmante. La prisión sin juicio no es justicia: es la simulación institucionalizada del castigo. La prisión preventiva oficiosa no combate la impunidad: la redirige hacia los más vulnerables.
Los gobiernos posteriores a Felipe Calderón absorbieron la guerra contra las drogas en lugar de desmontarla. Ni Enrique Peña Nieto ni Andrés Manuel López Obrador desmilitarizaron al país, al contrario, perpetuaron el uso de Fuerzas Armadas en seguridad pública. La militarización no ha sido una solución: se ha vuelto pilar de un modelo de gobernanza basado en la desigualdad, la impunidad y, sin duda, la violencia, porque las corporaciones militares, su formación, entrenamiento y función, del Ejército, la Marina, la Guardia Nacional, tienen esa naturaleza específica del uso de la fuerza. Sobre todo, las Fuerzas Armadas no realizan funciones de investigación; mientras que las policías investigadoras carecen de capacidades operativas, humanas y materiales para robustecer los casos que el Ministerio Público y la Fiscalía presentan a los jueces, que compensan su ineficacia con la prisión preventiva como medida cautelar. La militarización desplaza otras estrategias probadamente más eficientes contra el crimen y reduce, al absorber los presupuestos públicos, las capacidades institucionales del Estado mexicano para atender sus obligaciones de seguridad pública, pero también de defensa de los derechos fundamentales. La militarización es una estrategia central del Estado. El fenómeno, lo que vivimos, es resultado de un discurso que ha priorizado la legitimidad de las fuerzas armadas como solución a la inseguridad a costa de los derechos fundamentales. Este modelo no pacifica: administra la violencia desde arriba y la reparte hacia abajo.
En México, la prisión preventiva oficiosa no es un instrumento de justicia: es un arma de guerra social. Sí, estamos en una guerra. ¿Pero es contra las drogas o contra los miembros de la sociedad?, ¿quién es el enemigo a vencer?, ¿cómo se le reconoce en el campo de batalla como beligerante, diferenciado de la sociedad civil desarmada? La prisión preventiva oficiosa opera como herramienta bélica, pero contra los más indefensos. Criminaliza por perfil, por barrio, por clase, por edad. El castigo es selectivo, no se aplica por los hechos probablemente constitutivos de un delito, sino por pertenencia social. Ataca a quien está más vulnerable frente a la maquinaria del derecho. De acuerdo con la Encuesta Nacional de la Población Privada de la Libertad 2021, el 94.3 % de las personas privadas de la libertad son hombres y la mayoría (aproximadamente el 60 % de la población penitenciaria) tiene entre 18 y 39 años. El 16 % estudió hasta la primaria y el 45 %, hasta la secundaria. Tanto hombres como mujeres privadas de la libertad tenían una ocupación antes de la detención: 84.7 % y 73 %, respectivamente. El perfil es claro: hombres jóvenes, con niveles educativos bajos o medios, que trabajaban antes de ser encarcelados. No son criminales de cuello blanco ni capos del narco: son los blancos más fáciles del castigo automatizado.
Las consecuencias del modelo —militarización, prisión preventiva oficiosa, narrativa oficial de culpables— son devastadoras: miles de vidas interrumpidas, familias destruidas, personas enterradas en expedientes sin juicio, sin verdad, sin reparación. Pero el daño no termina ahí. El saldo también se mide en desconfianza. ¿Cómo confiar en un sistema de justicia que castiga sin probar, que encarcela sin investigar, que actúa como brazo automático del poder punitivo? Según Impunidad Cero, en el 2024 el 93 % de los delitos no se denunciaron. No porque no existan, sino porque no tiene sentido hacerlo. Si el aparato judicial no funciona, si las víctimas no reciben justicia y los victimarios no enfrentan consecuencias, ¿qué frena el crimen? ¿Qué queda cuando ni la ley genera miedo ni la justicia ofrece esperanza a las víctimas? ¿Qué Estado es este que encarcela inocentes, o no culpables, durante años, porque así lo manda la Constitución?
Queda lo que vivimos hoy: una crisis múltiple, extendida, normalizada. Crisis de desaparecidos, de feminicidios, de reclutamiento forzado, de linchamientos, de narcobloqueos, de autodefensas armadas. No es solo violencia: es un Estado rebasado, una sociedad fracturada y una legalidad que se desmorona en tiempo real. Pero en lugar de atacar las causas estructurales o perseguir a los verdaderos perpetradores, la respuesta política ha sido blindar constitucionalmente la prisión preventiva oficiosa y ampliar su catálogo como si encerrar sin juicio fuera solución. Miles de personas han quedado desprotegidas por el sistema de justicia y se encuentran hoy en día privadas de su libertad. Otras tantas fueron expuestas por los medios de comunicación y perdieron la oportunidad de tener un juicio justo.
Frente a esta maquinaria que castiga antes de juzgar y encarcela para exhibir resultados, las personas quedan reducidas a cifras, a fichas, a trofeos mediáticos. Las prioridades gubernamentales de los últimos veinte años demuestran que no se trata de hacer justicia, sino de representarla, hacer un espectáculo de operativos, desfiles de soldados armados, en el día a día de las incontables balaceras, las fosas comunes que no lo son, los crematorios clandestinos que tampoco, en fin, en el día a día de las estadísticas de personas desaparecidas y de homicidios dolosos, que se confunden en el olvido de las autoridades. Así, da igual si una persona es culpable o no, lo importante es hacer ver que las autoridades (in)competentes capturaron a quien sea, al chivo expiatorio. No importa la verdad ni la reparación del daño a la que tiene derecho la víctima de un delito, lo que importa, para el Estado mexicano —porque esto no es un problema administrativo, sino estructural— es la simulación de justicia, aunque ya nadie crea en ella.