Niños sicarios: el reflejo de nuestra descomposición

En una desgarradora entrevista de dudosa legalidad, Édgar Jiménez Lugo, también conocido como El Ponchis, declaró haber degollado a cuatro personas por órdenes de Julio El Negro Radilla, operador del extinto Cártel del Pacífico Sur —fundado por Héctor Beltrán Leyva— y recientemente sentenciado a más de 300 años de prisión. Al momento de la entrevista, a finales del 2010 (en plena “guerra contra las drogas”), El Ponchis tenía apenas catorce años. Es considerado como el primer caso documentado de un niño sicario en México. De acuerdo con su testimonio, fue levantado por El Negro a los once años, drogado de forma sistemática y obligado a ejecutar bajo amenaza de muerte. Huérfano, con seis hermanos y fuera del sistema escolar desde niño, El Ponchis no solo representa una historia individual de horror, sino también el rostro de un Estado que da la espalda a quienes más lo necesitan: las infancias.

Desde entonces, cada tanto aparecen noticias amarillistas sobre niños sicarios que han sido detenidos por las autoridades. Sin embargo, la realidad es que poco se habla de las infancias en el crimen organizado, en general, y de los niños que se dedican al sicariato, en particular. Los casos que suelen aparecer en los medios de comunicación tienden a ser tratados como una excepcionalidad, mas no como un problema recurrente y estructural de nuestro país. Hace falta una exploración profunda de las causas que empujan a las infancias hacia las redes criminales. Los enfoques superficiales y morbosos no solo reducen la discusión a lo anecdótico, sino que también ocultan su complejidad y minimizan la gravedad del fenómeno.

Las infancias en el crimen organizado representan un tema incómodo para una sociedad que, a pesar de haber normalizado atroces actos de violencia extrema (desmembrados, decapitados, cuerpos hechos pozole, etcétera), sigue sin estar preparada para enfrentar la realidad abrumadora de los menores involucrados en ella. La imagen de la infancia se asocia a la inocencia y a la vulnerabilidad, representación idealizada que choca brutalmente con la idea de infancias que portan armas o ejercen violencia en nombre de organizaciones criminales. Ante tal disonancia, el tratamiento mediático suele recurrir a cubrir el fenómeno con un tono sensacionalista, concentrado en el caso aislado y no en el contexto que lo produce.

El fenómeno de las infancias en el crimen organizado no es exclusivo de México, pues se sabe que en diversos países de África –Benín, Costa de Marfil, Sierra Leona o Nigeria, por lo menos– miles de niños y niñas han sido traficados, vendidos o reclutados por actores criminales y grupos armados. Uno de los casos más notorios fue el de Joseph Kony, líder del Ejército de Resistencia del Señor en Uganda, quien durante años secuestró a menores para convertir a los niños en soldados y a las niñas en esclavas sexuales. Las imágenes de niños armados en el continente africano causaron conmoción internacional en el 2012, cuando la campaña “Kony 2012” visibilizó la magnitud del reclutamiento forzado infantil.

Cuando estalló la campaña global “Kony 2012”, que denunciaba el secuestro de menores por parte del Ejército de Resistencia del Señor, la opinión pública internacional –incluida la mexicana–reaccionó con indignación ante lo que se percibía como una barbarie lejana, remota, propia de otros contextos. Pero para entonces, México ya había presenciado el caso de El Ponchis y, con él, la confirmación de que el reclutamiento de infancias por parte del crimen organizado no era ajeno, sino profundamente nuestro también. Mientras se viralizaba el rostro de Kony como símbolo del mal absoluto, en México ignorábamos que nuestras propias redes criminales también capturan y adoctrinan a niñas y niños.

La magnitud del reclutamiento de menores por parte del crimen organizado en México es alarmante, aunque las cifras exactas varían según las fuentes. Estudios estiman que entre 35,000 y 460,000 niñas, niños y adolescentes han sido incorporados a actividades delictivas, tanto de forma forzada como “voluntaria”. Entre enero del 2018 y septiembre del 2024, la Secretaría de Defensa Nacional reportó la detención de 2,424 menores de edad por portación de armas de fuego; 244 eran mujeres y el resto, varones. México ocupa el tercer lugar a nivel mundial en homicidios de menores, solo detrás de Gaza y Siria, regiones inmersas en conflictos bélicos. La Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) ha identificado que los estados con mayor riesgo de reclutamiento infantil son el Estado de México, Jalisco, Chiapas, Puebla, Guanajuato, Veracruz y Michoacán.

Entre los factores de riesgo que hacen a un menor especialmente vulnerable al reclutamiento por parte del crimen organizado, destacan —según un estudio realizado por Reinserta— el consumo de sustancias, la deserción escolar, la vinculación previa con actividades delictivas y, sobre todo, la presencia constante de grupos criminales en su entorno inmediato. Dichos elementos no sólo configuran un perfil de riesgo, sino que evidencian la falta de contención institucional y comunitaria que debería proteger a las infancias. La ausencia de políticas públicas eficaces, atención psicosocial y redes de protección comunitaria revelan vacíos institucionales que dejan a las infancias expuestas al poder del crimen. Cuando el Estado no protege, otros actores (ilegales) ocupan su lugar.

No todos los menores reclutados por el crimen organizado son sicarios; muchos son utilizados como halcones (vigilantes), mensajeros o vendedores de droga. Sin embargo, el sicariato representa el grado más extremo de instrumentalización: se despoja al niño de toda noción de moralidad, se le anula su humanidad y se le entrena para matar a cambio de una remuneración económica. Entonces, la vida deja de ser inviolable y se convierte en un bien con valor de cambio, susceptible de tasación. Pero no solo pierde valor la vida de la víctima ejecutada, sino también –por consecuencia– la del propio sicario. Los niños sicarios son, ante todo, prescindibles, reemplazables, instrumentos en el sentido más brutal de la palabra.

Cuando una familia no puede hacerse cargo de sus hijos, la responsabilidad recae en el Estado. No por compasión, sino por mandato: es su obligación jurídica. Pero en México, la estructura de protección simplemente no funciona. El Estado es ineficaz: ni cuida, ni previene, ni repara. No se da abasto o no es su prioridad. El crimen organizado es consciente del abandono institucional y de las deficiencias del sistema penal: los menores son rentables. Las infancias sirven menos tiempo en prisión si son detenidas y, una vez dentro de la estructura criminal, salir es casi imposible –sobre todo si no se conocen alternativas–, de tal forma que reclutarlas no es un acto desesperado, es una estrategia racional. El niño es una inversión. No solo es víctima del contexto: es capital útil para una maquinaria monstruosa que opera con impunidad. Pierde su calidad de sujeto de derechos y el Estado reacciona tarde y mal.

Ahora bien, la omisión no ha sido meramente institucional. También ha sido mediática, social, colectiva. No se le dio al fenómeno la importancia que merecía hasta hace relativamente poco, cuando comenzaron a circular imágenes de niños armados por distintos cárteles. Para entonces, la evidencia era tan explícita que ya no se podía ignorar más. Pero incluso hoy, la cobertura sigue siendo débil, intermitente y superficial; las cifras, inexactas; el enfoque, fragmentario. No hay seguimiento periodístico sostenido, ni investigación de fondo, ni presión articulada desde la opinión pública. La crítica mediática es mediocre y el silencio de la sociedad civil, ensordecedor. Salvo contadas excepciones —como el trabajo de Reinserta— la infancia reclutada permanece como una tragedia apenas atendida, sin la preocupación e indignación que debería acompañarla.  

La falta de visibilidad y discusión no se explica únicamente por la ausencia de políticas públicas, programas de prevención o cobertura mediática intermitente. También responde a una ceguera voluntaria y a un entumecimiento de sensibilidad por parte de nuestra sociedad. Nos incomoda reconocer que los niveles de crimen y violencia en el país están tan desbordados, que no somos capaces de proteger a las infancias de las fauces del crimen organizado, ni de evitar que caigan bajo su comando. Nos cuesta admitir que una organización delictiva puede ofrecerles lo que el entorno ya no proporciona: sentido, pertenencia, estructura. Como sociedad, estamos tan profundamente traumatizados que hemos optado por la parálisis. En tal estado, la infancia reclutada no genera escándalo, ni reacción, ni exigencia. Solo continúa.  

La narcocultura ha contribuido a normalizar la violencia, parcialmente promovida por los medios que glorifican al sicario como una figura de poder y respeto; y claro que es poderosa, pues una de las definiciones de soberanía es la de poder decidir quién vive y quién muere. Pero aunque el niño sicario no ejerce el poder soberano —la decisión radica en sus jefes— sí participa en él de una forma subordinada y muy precaria porque son sustituibles de facto. Su poder es ilusorio: opera armas, pero no toma decisiones; dispara, pero no manda. Son los verdugos de la modernidad. Actúan bajo órdenes, dentro de una cadena de mando en la que su vida vale poco. No acceden al poder, solo lo ejecutan. Su incorporación al aparato criminal no le otorga autonomía, sino una función técnica en la administración de la violencia. El niño sicario no es sólo víctima del reclutamiento forzado: es engrane de una soberanía informal, tercerizada y brutal.

Las representaciones del sicario influyen en las infancias, quienes pueden ver en el crimen una vía para acceder a una vida que de otro modo no tendrían. La narcocultura no inventa la violencia, pero la refleja, la estiliza y, a veces, la legitima. Su fuerza no radica únicamente en construir ídolos violentos que escapan de la ley, sino en retratar una lógica de mundo donde el crimen es uno de los pocos caminos posibles hacia el reconocimiento, el control o la sobrevivencia. Corridos, series, TikToks, estéticas visuales: no es propaganda directa, es un espejo. Uno incómodo, pero real de una sociedad en la que la legalidad ha perdido prestigio simbólico. Prohibir los narcocorridos, por hablar de un caso actual, no es atacar el problema, sino ocultarlo. Se habla de “niños sicarios” solo cuando un caso es suficientemente impactante para capturar la atención del público, pero se evita discutir cómo las representaciones cotidianas contribuyen a que el reclutamiento siga ocurriendo.

El reclutamiento de las infancias en el crimen organizado no solo es evidencia de la fractura institucional, también –y, sobre todo– lo son del colapso del pacto social. En la mayoría de las culturas, el niño encarna la promesa del futuro. Cuando un niño mata y nadie lo impide —ni la familia, ni el Estado, ni la comunidad—, no solo se rompe la ley: se quiebra la idea misma de sociedad. La infancia debería ser el terreno sagrado del cuidado colectivo. Portar armas, ejecutar, desaparecer cuerpos como parte de una maquinaria criminal solo confirma que hemos cedido el terreno. Si el crimen se apropia incluso del cuerpo infantil, entonces no se ha perdido gobernabilidad: se ha perdido sentido. No hay pacto posible cuando la infancia es campo de guerra.

Las infancias en el crimen organizado son la muestra mayor del desgaste en el tejido social que estamos viviendo en México. Ni somos capaces como individuos de protegerlas ni estamos indignados ante tan escandalosa situación para exigir al Estado que actúe. Ser aquiescente con la captación de niñas y niños en el crimen organizado es equivalente a tirar la toalla ante la situación que vivimos. Es rendirnos. Es aceptar que el futuro de nuestro país seguirá manchado de sangre, que en él seguirán abundando las personas desaparecidas, que aumente el abandono escolar, que las familias se fragmenten no sólo por la migración, sino también por la ambigua línea que separa la legalidad de la ilegalidad en un contexto de absoluta normalización.

¿Qué sociedad creamos si permitimos que nuestro futuro, encarnado en las infancias, desfile por la República con armas, cometa asesinatos a sangre fría y se deshaga de los cuerpos sin un atisbo de remordimiento? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que las infancias sean presa fácil del crimen organizado? ¿Hasta cuándo vamos a ignorar a niños como El Ponchis?

Lucía Hesles

Estudiante de Ciencia Política y Derecho con interés en el estudio del crimen organizado, la violencia y los derechos fundamentales.

Su enfoque de investigación es crítico e interdisciplinario.

Le apasiona escribir, viajar y descubrir narrativas ocultas.

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