¿Narcopolítica o necropolítica?: más allá del escándalo está la muerte
En una entrevista reciente, el periodista británico Ioan Grillo, especializado en reportaje sobre crimen organizado en México, comenta una curiosa impresión que le ocurre al pensar en el país: una extraña paradoja, un conflicto extraño de entender. Por un lado, es una sociedad extremadamente violenta; por otro, es una economía grande y fuerte: “ves a México mejorando de otras maneras… ves una sociedad bastante próspera con crecimiento”, comenta, además de señalar que hay unos sitios sumamente atractivos para vivir. Parece describir una disonancia cognitiva: la tensión entre dos pensamientos o sensaciones opuestas e incluso contradictorias que producen un choque, un conflicto en las ideas, creencias y emociones de una persona.
La extraña paradoja se reproduce a diario en la circulación de información, también un poco más confusa, sobre la acumulación de escándalos de corrupción y hechos violentos. Por citar lo más reciente: la revelación de que un líder del Senado, cuando era gobernador, nombró como funcionario a un hombre hoy acusado de encabezar una banda criminal; la declaración de culpabilidad en Estados Unidos de un poderoso capo que asegura haber sobornado a autoridades mexicanas; o la denuncia de una senadora de oposición a la que intentan retirarle el fuero para procesarla por “traición a la patria”, tras haber señalado que México es un narcoestado y pedir cooperación con Washington. Extraño de entender también que un grupo criminal exija a un gobierno estatal que persiga con todo el rigor de la ley a otro cártel que resulta ser su rival directo.
En fin, el último hallazgo de una fosa clandestina con decenas de cuerpos humanos se conoce casi simultáneamente que los informes sobre el buen desempeño económico del país: México en el lugar 17 del Índice de Complejidad Económica o el anuncio del INEGI de una reducción de la pobreza multidimensional. Estas paradojas cotidianas, ya normalizadas en el debate público mexicano, suelen reducirse a ciertas expresiones no menos extrañas, como narcoestado. El prefijo parece indicar una determinación del Estado, una reducción de este a una función económica que afecta todos los órdenes de la estatalidad.
El discurso de la narcopolítica cumple con una función sobre todo de denuncia contra la clase política, sus vínculos con grupos del crimen organizado dedicados al narcotráfico, o incluso su participación directa en actividades de narcotráfico, amparados en condiciones institucionales de impunidad y poder. La noción se utiliza para escandalizar, pero analíticamente es limitada. Importa e indigna durante unos días, a lo más un par de semanas, pero luego se olvida, se deja atrás, se diluye para dar paso a la siguiente nota de escándalo; porque en realidad se trataba solo de eso: de exhibir moralmente a un político oscuro, delincuente, corrupto.
La violencia generalizada se convierte en un rumor, un chisme político con efectos pasajeros en la opinión pública. Es una mirada fragmentada, enfocada en ciertos políticos, en ciertos gobiernos, generalizada para el narcoestado que reduce la complejidad histórica y las múltiples formas en que la violencia atraviesa a la sociedad mexicana. La extraña paradoja se resume así en una definición contradictoria de la estatalidad: no es ya el Estado contra el narco, sino la unión de dos fenómenos lógicamente opuestos. Extraño de entender, sin duda.
Intentemos entonces con otro neologismo que acaso resulte más útil por su capacidad de aclarar la realidad y facilitar su comprensión. El filósofo camerunés Achille Mbembe desarrolló el concepto de necropolítica, referido al poder soberano de decidir quién puede vivir y quién debe morir. La política no solo consiste en gobernar la vida, como proponía Michel Foucault con la biopolítica, sino también en administrar la muerte y el sufrimiento de ciertos grupos, frecuentemente marginados o considerados como prescindibles.
En México, el concepto encuentra una aplicación inquietante. El crimen organizado, muchas veces en colusión con el Estado –con las autoridades públicas en sus diferentes niveles de gobierno– y actuando con, para, contra sectores de la misma sociedad en que se incardina la violencia –desde las familias hasta las empresas que organizan la producción económica; desde las redes transportistas hasta el sistema financiero– ejerce un control necropolítico sobre territorios y poblaciones, aunque no en el territorio de la República en su totalidad.
En ciertas zonas, la necropolítica describe un régimen de muerte que estructura la vida de millones y se alza sobre un paisaje de cadáveres y desaparecidos. Es una forma de hacer política, de producir legitimidad y apoyo. Se trata de decidir sobre la vida y la muerte, sobre lo justo y lo injusto, lo privado y lo común, dentro de los propios márgenes del Estado.
El Rancho Izaguirre, Ayotzinapa, los desaparecidos de San Fernando o las muertes de Juárez, por mencionar solo algunos casos, no son efectos colaterales de la “guerra contra el narco”: son formas de gobernanza. El pacto entre el Estado y el crimen organizado no es la excepción, sino el modo en que se administra el territorio y el miedo. En términos de David Lupsha, se trata de una relación simbiótica: ambos actores dependen mutuamente.
Mientras la narcopolítica se pregunta qué político está implicado, la necropolítica muestra cómo la violencia misma se convierte en política. Vivimos bajo una gobernanza sanguínea en la que los cadáveres y los desaparecidos operan como lenguaje de poder. La creciente militarización y la “guerra contra el narco” han legitimado un uso extremo de la violencia, lo que ha creado zonas de muerte, como les llamaría Mbembe, es decir, campos de enfrentamiento y comunidades atrapadas en el fuego cruzado.
En Guerrero, Tamaulipas, Michoacán o Sinaloa, poblaciones enteras sobreviven bajo el riesgo constante de ser asesinadas, desplazadas o desaparecidas, víctimas potenciales de un sistema que gobierna a través de la muerte. Cada persona desaparecida, cada cuerpo abandonado en la calle, cada familia desplazada, cada fosa clandestina habla más fuerte que cualquier discurso oficial sobre el bienestar del país. Más allá de quién pacta con quién, merece la pena reflexionar sobre cómo hemos aprendido a vivir en un orden donde la muerte organiza la vida cotidiana.