Del estado de excepción al gobierno privado indirecto: soberanía fragmentada en Michoacán

Felipe Calderón Hinojosa —presidente de México entre 2006 y 2012— lanzó la llamada “guerra contra las drogas” a inicios de diciembre del 2006 como su primer acto significativo de gobierno, en un contexto político caracterizado en aquel momento por la crisis de legitimidad de su elección. A pesar de que durante la campaña se presentó como “el presidente del empleo”, la realidad del país le obligó a redefinirse como un presidente centrado no en la política económica sino en atender la seguridad nacional e inaugurar, así, el ciclo de la militarización mexicana contemporánea. El primer operativo de su política de seguridad se llevó a cabo en la Tierra Caliente michoacana, específicamente en el corredor Apatzingán-Aguililla, y marcó el comienzo de una intervención militar que, en el plano de los hechos, suspendió el orden civil para dar preponderancia a la presencia militar.

  Aunque no hubo un decreto formal, se instauró una situación de excepción con el tiempo normalizada. Además, la elección de Michoacán como punto de partida no fue azarosa, pues se trataba ya de un territorio históricamente complicado y violento, y que en aquellos años era azotado por Los Zetas, el sanguinario brazo armado del Cártel del Golfo. Fue una situación de violencia generalizada que podría haberse considerado políticamente extraordinaria, de “extrema necesidad”, que acaso justificaría una declaratoria de “estado de excepción”. El artículo 29 constitucional establece que, en ciertos casos,[1] el Presidente de la República puede suspender garantías individuales si cuenta con la aprobación del Congreso. Si bien el gobierno de Felipe Calderón no emitió jamás una declaración formal de suspensión de derechos fundamentales (que desde luego hubiese abierto una violación generalizada de derechos humanos reconocida por el Estado mexicano), la condición fáctica que habilita el artículo 29 se presentó, a pesar de que el supuesto jurídico nunca se actualizó formalmente. Actuó ante una situación que podría considerarse como “perturbación grave de la paz pública” y desplegó, en su calidad de titular del Ejecutivo Federal, las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior (abriendo polémicamente un problema constitucional sobre la militarización de la seguridad pública). Fácticamente, el orden civil y sus derechos fundamentales asociados fueron suspendidos. Así pues, se ejerció una excepción no decretada.

En lenguaje del jurista alemán Carl Schmitt, el expresidente Felipe Calderón tomó una decisión soberana —soberano es quien decide el estado de excepción— al decidir la excepción jurídica sin proclamarla. En términos de Giorgio Agamben, tal suspensión fáctica se convirtió en el modo normal y ordinario de gobierno. Para Agamben, el estado de excepción ni es un hecho —porque es creado por la sola suspensión de la norma— ni es una situación jurídica —porque la norma está suspendida. Esto significaría un extremo totalmente opuesto al Estado derecho, de máxima ambigüedad jurídica y política, puesto que para el autor el ejemplo claro son los campos de concentración nazis, pues ahí la política se convierte en biopolítica (soberanía como administración de la vida) y el homo sacer (una vida insacrificable, pero matable) se confunde con el ciudadano. Soberana es, para Agamben, la esfera en la cual se puede asesinar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio.

Ahora bien, Agamben presupone en su obra un poder soberano unitario, coherente, uniforme. En Michoacán, en cambio, no hay una única autoridad que decida el estado de excepción. Se trata de un territorio fracturado entre la costa del Pacífico, la zona de Tierra Caliente y las sierras altas. Son regiones históricamente carentes de infraestructura de comunicaciones, transportes y servicios públicos, y en parte sin caminos transitables entre localidades dispersas, lo cual en suma es señal de una ausencia del Estado en diferentes partes del territorio, sin instituciones y autoridades públicas. Al mismo tiempo, sin embargo, hay otras áreas conectadas con la economía global y regional, como el puerto de Lázaro Cárdenas.

La configuración, más bien, consiste en un complejo entramado de poderes fragmentados y competidores del Estado: actores no estatales que luchan contra él por imponer su normatividad, sus formas de tributación (extorsión), y ejercer los atributos de la soberanía. Entre ellos están el Ejército, el crimen organizado, las autodefensas (nacidas en Michoacán, aunque no exclusivas de ahí), y los gobiernos municipales que están ya desarticulados del gobierno estatal y federal, como se puede observar con el reciente asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan. Todos estos actores ejercen en diferentes grados una soberanía fáctica. La excepción, entonces, aparece no como una decisión central, sino como una condición territorial y delegada de un Estado omiso, que se repliega y abandona estratégicamente y que da espacio a conflictos violentos en ciertas áreas de su territorio.

El antropólogo Claudio Lomnitz, precisamente a propósito de esta soberanía fragmentada, plantea la idea de dos modalidades de soberanía, una de facto y otra de iure. La primera corresponde al crimen organizado y es ilegítima, ilegal y negativa; la segunda, corresponde a la del Estado, es la que asociamos a la soberanía popular ejercida a través de sus representantes y las instituciones públicas, y es positiva. De acuerdo con Lomnitz, la llamada guerra contra el narco “rasgó el tejido social” y dio lugar a la soberanía negativa, poder que parasita el orden político del Estado en vez de constituirlo —al contrario que la soberanía positiva. El crimen organizado administra la vida y la muerte desde la violencia mediante una soberanía que no busca reemplazar el Estado, sino coexistir con él al apropiarse de sus funciones —por ejemplo, con la entrega de despensas a la población durante la pandemia, construcción de infraestructura en comunidades marginales, impartición de ‘justicia’, creación de ‘empleos’, ofrecimiento de ‘protección’ o ‘seguridad’, incluso con una fiscalidad paralela (extorsión o “cobro de piso”), etcétera. En otras palabras, el poder efectivo es disperso.

Achille Mbembe, antropólogo camerunés, ha ampliado el diagnóstico del estado de excepción. Para él, la soberanía ya no pertenece nada más al Estado, sino que, en ciertas condiciones extremas de violencia, se privatiza. A partir de un concepto de Max Weber, Mbembe establece que en el “gobierno privado indirecto”, el Estado gobierna por delegación en actores privados o por omisión (repliegue, abandono o incluso falta del poder público legalmente constituido) y de esta forma deliberadamente permite que grupos armados —legales (cuando se intentó regular a las policías comunitarias o las autodefensas) o francamente ilegales (como los cárteles)— administren territorios y decidan sobre la vida y la muerte de la población civil desarmada, y principalmente ejerzan el principio soberano de lo que el mismo Mbembe llama “necropolítica”: decidir quién puede vivir y quién debe morir. Así pues, la “guerra contra las drogas” no solo constituyó una suspensión del orden jurídico sino también, y, sobre todo, implicó el proceso de reconfiguración necropolítica del Estado.

El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, Michoacán, no expresa un vacío estatal, sino la colisión y competencia entre las dos soberanías: la positiva, correspondiente al Estado formal, y la negativa, correspondiente al poder ilegal, criminal. Se trata de un acto que se inscribe en un proceso de transformación que implica el orden estatal dentro del régimen de privatización de la violencia. La muerte del alcalde tiene un efecto en la redistribución del mando, no como ruptura o subversión del orden estatal, ni siquiera partidista, ya que al ser un candidato independiente probablemente será sustituido en un orden directamente familiar, por su esposa, Grecia Quiroz; sino como una determinación significativa de quién decide la vida y la muerte, como última instancia del poder soberano. El alcalde Carlos Manzo Rodríguez fue notorio por su ímpetu en la denuncia del crimen organizado michoacano, particularmente el vivido en Uruapan; pero también por la impotencia del Estado de la ineficacia de las autoridades públicas. Se volvió un actor incómodo y obstructor del flujo y el ejercicio de la soberanía negativa, que impera desde hace años en el territorio; y, como tal, fue eliminado. Su muerte, aunque previamente haya estado enmarcada en la condición de homo sacer, generada por la omisión estatal, es más precisamente un acto de necropolítica: es un claro ejercicio del principio soberano de la soberanía negativa, para la cual la muerte funciona como redistribución de mando, no como ruptura del orden.

La “guerra contra las drogas” dio pie a la instauración de un orden necropolítico en el que la soberanía se fragmenta y privatiza. El marco de Schmitt y Agamben explica la decisión estatal inicial, pero resulta insuficiente para analizar las consecuencias derivadas. Es más preciso afirmar que no estamos ante un estado de excepción declarado, sino ante un régimen de gobierno privado indirecto que administra soberanamente la muerte por delegación y omisión del Estado.  

[1] Invasión, perturbación grave de la paz pública, o cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro.

Lucía Hesles

Estudiante de Ciencia Política y Derecho con interés en el estudio del crimen organizado, la violencia y los derechos fundamentales.

Su enfoque de investigación es crítico e interdisciplinario. Le apasiona escribir, viajar y descubrir narrativas ocultas.

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